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Pocas cosas pueden representar tan bien como esta relación numérica el ideal de la proporción referida a la belleza. Un deseado estándar cuyos dígitos pueden llegar a carecer de interés cuando uno se encuentra ante una situación tan kafkiana como la que describe ‘El proceso’. En momentos así, es la proporcionalidad desnuda el bien más deseado. Sin embargo, aquí y ahora parece también lejano. Vivimos en un país en el que la Justicia se ha quitado la venda, ha agarrado el dinero y ha dejado el pedestal vacío. Sólo quedaron unas cuantas hojas caídas del guindo tras su huída. Sí. Ésa es la sensación que tenemos muchos ciudadanos. La Justicia parece haberse olvidado en el camino la proporcionalidad. Y cuando ésta falta, también huye de su lado el más común, escaso y necesario de los sentidos: el sentido común. En varias ocasiones he oído, para mi asombro y de boca de juristas cualificados, que la justicia no tiene por qué ir de la mano del sentido común. Es evidente que así ha sido y así nos ha ido. Cuando se tambalea contra las cuerdas la igualdad de acceso a este derecho tan fundamental, la falta de proporcionalidad es la gota que colma el vaso para que la ciudadanía pierda definitivamente la fe en la Justicia, y también el respeto. Hace apenas una semana abogaba el presidente del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, por reformar la Ley de Enjuiciamiento Criminal, completamente obsoleta y pensada para castigar a “robagallinas” pero no al “gran defraudador ni los casos de corrupción”. Y esto es así cuando llevamos 36 años de presunta democracia constitucional, será porque la han dejado de lado los sucesivos gobiernos posibilitando el expolio que ahora se está descubriendo por doquier. Si no ha sido así, lo siento pero lo parece demasiado. Una Justicia en la que creen todos estos que saben que hagan lo que hagan van a salir de rositas, que nunca irán a la cárcel, que nunca devolverán el dinero robado y que se seguirán riendo de todos nosotros… Una justicia así es un cachondeo, señores. En una Justicia así, yo no creo.